Así las cosas, todo el protagonismo recae en el color, un color que vehicula luz, que él también se expande, que se irisa, que es modulado sutilmente por el pintor, en unos casos para evocar, por ejemplo en el aéreo Sombra de amarillos, o en la también levísima Estancia de luz, el justo mediodía inmortalizado por Paul Valéry en uno de sus más rotundos versos, y en otros para enfrentarnos a la Sombra estremecida de la noche más negra, y en otros para transmitirnos todo el peso, todo el calor veraniego de una enorme extensión de rojo, sin que falten - ¡Granada los jardines!, ¡Granada y el agua! – los refrescantes verdes y azules.
Silencio de estío. Mármol con latidos. Clausura del azul. Clausura carmesí. Amarillo de mirtos. Agua y mirtos. Mirtos y sombras. Silencio de rumores. Los títulos mismos de los estupendos cuadros recientes de Miguel Rodríguez-Acosta, todos y cada uno de los cuales constituyen auténticos gozos de la vista, nos hablan de la ambición lírica que los sigue animando, hoy como ayer, el sentimiento en forma, la vivencia en expresión, y sus lienzos o sus papeles, en páginas del diario íntimo de un hombre feliz, aunque siempre levemente melancólico ante el paso del tiempo. De lo enraizado que está todo eso, hoy como ayer, en lo que podríamos llamar su discreta y esencial granadinidad.
JUAN MANUEL BONET: “Miguel Rodríguez-Acosta”, Jardín de silencios, Madrid, Rayuela, 1998, pág. 11 (catálogo)
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