Aunque parece que no hubiera propósito alguno en su obra, ni mediación siquiera de la voluntad, a pesar de que una razón necesaria, inmanente a su pintura, organice el espacio de la tela y determine el lugar donde ésta va a acontecer, y acontece. Y donde la pintura acontece, en toda su densidad y en su fluir, es en su elocuente presencia; en esa inmediatez sensible, espesa e impenetrable, que cubre y que descubre, que oculta y que muestra y que no pretende significar, ni representar; tan sólo y únicamente ser. Ser, en esa comparecencia material y untosa, caótica e informal que se despliega ante nuestra mirada que, a la vez, nos libera y nos somete, ineludible. La pintura de Teixidor acontece en esa comparecencia untosa y material, en esa fluidez magmática y móvil y en ese espacio circunscrito, a menudo, por un límite, dintel, abertura o vano, desde el cual poder asomarnos a la profundidad que se abisma hacia el origen común de todo lo posible.
Es aquí, en ese espacio cercado, en esa ventana abierta, en esa puerta que da al mar, a la selva, o al vacío, donde aparece el lugar de la pintura: lugar en el cual todo es real y, todo, posible. Espacio donde acción y pensamiento confluyen, donde idea y sentimiento resuelven su oposición, donde cualquier oposición se desvanece y donde el color y la luz, la veladura y la sombra devienen y llegan a ser conocimiento. Conocimiento sensible de la materialidad del mundo; de la belleza de la noche, de la infinitud del mar, de la inconstancia de la piedra y de la persistencia de la luz; del movimiento del viento y de la erosión de los bosques. De la fragilidad de la materia. Y de la caducidad de todo lo creado.
ANTONI MARÍ: “La ausencia”, Jordi Teixidor. La ausencia, Diputación de Granada, 1993 (catálogo)
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