Dentro del género de la pintura de historia, el más significativo durante el siglo XIX, se sitúa el subgénero de la pintura mitológica, inspirado en los personajes y escenas de la mitología, principalmente la grecoromana, aunque con una finalidad más profana que moral.
Como es habitual en las representaciones de la alegoría de las estaciones, esta obra personifica a la primavera en una diosa danzante, revoloteando en un prado junto a un amorcillo, enmarcados ambos entre el estanque de nenúfares del primer plano y la imagen de la ciudad de Granada en la lejanía.
En esta obra vivaz, plena del color y dinamismo característicos de la obra de Manuel Ruiz Sánchez-Morales, la primavera aparece encarnada en una mujer joven, velada por etéreas gasas y flores, mostrándonos despreocupada la blancura de su piel, lo que confiere a la figura una gran feminidad y fragilidad. Ya encontramos en el Renacimiento representaciones del desnudo femenino alejadas de su connotación mitológica y aproximándose sutilmente a su carácter erótico. Sin embargo, no será hasta finales del siglo XIX y principios del XX cuando empezamos a asistir a una desvinculación total de la simple idea de belleza y la inocencia para dar paso a obras manifiestamente más sugerentes.
Probablemente, el pintor optó por esta representación de la naturaleza idealizada como una respuesta visible y evasiva en el tiempo y el espacio de embellecer la vida cotidiana de la burguesía, más proclive hacia un eclecticismo entre lo clásico y lo romántico.
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