Para Matta el cuadro no debe ser solamente el producto de una combinatoria sorprendente, sino la creación de todo un sistema coherente de formas y colores que, oscuramente, quieren decir algo y no sólo sorprender o chocar. De hecho, Matta resulta un precursor de la ciencia-ficción, un verdadero intérprete crítico del mundo contemporáneo: con todas sus glorias y miserias. Hay dos tiempos, sin embargo, en la pintura de Matta. Durante su primera época, que dura unos veinte años, estamos en el período cósmico, en el cual hay siempre algo de primer día de la creación. En general, lo que ve el espectador es un suerte de nebulosa clara – entre azul y verde -, cuando no oscura – de dominante rojiza-, con fondo de tonalidades tornasoladas, reflejos de nácar y violentas chispas fosforescentes de amarillos y púrpuras. En esa atmósfera de catástrofe nuclear, la materia da siempre la impresión de ser fluida, inestable, larval y eruptiva como la de un planeta en gestación. En cambio, de los sesenta en adelante, el sistema figurativo va a complicarse mediante una relativa puesta en orden. El arquitecto que siempre hay en Matta – aunque sea como hibernación – no deja de revelarse a cada instante: los espacios que de entonces a esta parte conjura, están organizados en compartimentos que aparecen en perspectiva, con líneas de fuga. Espacios en los que vemos máquinas que prefiguran nuestra cibernética actual, ordenadores movidos por ciertos homúnculos amenazantes.
DAMIÁN BAYÓN: “Matta: un original inventor de signos”, Mattálogo, Diputación de Granada, 1991 (catálogo)
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