Así surgieron los que a mi modo de ver deben ser considerados como los dos ciclos centrales de su obra de madurez, los Albaicines y las Avenidas de los cipreses o Paseos de cipreses. Cuando la mencionada crítica le pregunte: “Ahora, ¿qué es para ti la pintura?”, contestará, emocionado: “No lo sé. Hace años sí lo supe, o creía saberlo. Ahora no lo sé. Pero es muy posible que tenga que ver con Granada, que esté en relación con lo que para mí es Granada. Con esa transparencia de su aire, con el ruido y la gracia del agua, con el color. Exactamente, no lo sé”.
Sustancial, intuitivamente lírico, pero siempre preocupado por hacer una pintura construida, en esas series Manuel Ángeles Ortiz alcanza, a mi modo de ver, la cumbre de su arte, su gran síntesis personal. Logra convertir en imágenes, y en imágenes de alcance universal, que van más allá de lo anecdótico, su sentimiento exacerbadamente nostálgico hacia una ciudad que en buena medida era ya por aquel entonces, pese a su empeño en que todo seguía igual, una “ciudad desvanecida”, por decirlo con un término aplicado a otra, a Palma de Mallorca, por el narrador Mario Verdaguer.
En los Albaicines, que se escalonan entre 1959 y la mitad de los años setenta, lo que nos propone el pintor es una geometría laberíntica y en permanente inestabilidad, equivalente a la que reina en esa singular colina granadina. […]
“A partir de ahora (a tanto ha llegado la obra) – ha escrito Pedro Alfageme a propósito de los Albaicines- , será imposible no ver con estos ojos esta parte de Granada; podremos aportar los nuestros, pero los de Manuel Ángeles siempre estarán presentes”.
JUAN MANUEL BONET: “Manuel Ángeles Ortiz, en pos de su verdad”, Manuel Ángeles Ortiz, Madrid, MNCARS, 1996, pág. 85 (catálogo)
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